Estaba tirado en el suelo, con las articulaciones doloridas y algo me decía que las cosas habían acabado muy mal. Me lo decía algo que no era la memoria porque no me acordaba de nada.
En el bareto no había novedades, el río seguía su curso.

Estaban mis padres gritando desde la cocina, discutiendo si era mejor echar chorizo a las lentejas o no. Yo estaba en el baño, orinando de pie, último reducto de la masculinidad en el lavatorio.

Estaba en la biblioteca estudiando la mejor manera de realizar la renta, según los expertos del libro lo más conveniente era que la hiciese alguien ducho en la materia. Habían venido unos amigos pero yo quería quedarme allí, tenía que enterarme de como se hacía, aún y con los los expertos del libro en mi contra.

Estaba en la cama y la chica no tenía cara ni color. El pelo era blanco y los ojos negros, las manos eran de hielo y encontré el techo muy interesante, me quedé observando el techo. La chica estaba muerta.

Estaba en un cubículo de tres por tres, atestado de gente. Caras conocidas, con todos tenía algo pendiente, era la oportunidad y no la desaproveché. El cubículo se fue vaciando hasta quedarme yo solo. Había estado buscando la puerta, pero ya no quería encontrarla.

Estaba en un comedor, comía y comía pan como un poseso. La mesa estaba repleta de barras de pan, era un campo de trigo. Evocaba sol, arado y una tarde criminal en las heras con la chica rubia, color trigo. Le dije al camarero que trajese el postre.

No sabía donde estaba. Había una pizarra y palabras escritas caóticamente. Fui una por una y no entendía nada, así que decidí dar tres pasos hacia atrás y con una visión general conseguí entenderlo. Después me morí de tristeza y echaron las cenizas sobre el Mediterráneo.