En las escaleras de nuestra casa -y la peculiar casa del vecino- solía haber un nido de abejas. Digo solía porque durante reiterados veranos tratamos de erradicarlo, sin éxito. Tapábamos los agujeros por los que entraban al nido con cemento, pero siempre los reabrían, tenían la cabeza más dura que nosotros -los abrían con la cabeza-. No nos dimos cuenta de que tenía que haber algo valioso dentro, teníamos que haber picado las escaleras y hacer otra pendiente más. Una rampa, con posamanos.
La calle con forma de L estaba empedrada y eran las mejores piedras de la comarca. Por las noches todos los vecinos sacaban sus sillas de playa, se olvidaban de la pendiente y se plantaban en medio, simplemente a estar. Magnífico.
Cuando llovía se impregnaban de un olor que todavía hoy recuerdo. Yo me resguardaba debajo de la puerta sólo lo suficiente como para no mojarme, y me quedaba respirando hasta que dejaba de llover.
También teníamos un descampado con unas viejas casas derrumbadas, aunque por aquel entonces para nosotros eran cuevas sin explorar y nos escurríamos por los recovecos en busca de algo que nunca apareció, que en cierto sentido sabíamos que no aparecería pero que nunca nos paramos a pensar pues nos divertíamos de verdad.
Había más pendientes con sus altos en el camino y gente atrapada en cuevas, niños buscando más cuevas y una niña tan tonta que no podía dejar de mirar sus tonterías. Casi nunca nos veíamos pero cuando nos veíamos parecíamos conocernos desde siempre. Era muy lista, demasiado para lo pequeños que éramos.