Embriaguez

Una vez conocí una chica-pajarito, que se perdía en la forma y se olvidaba del contenido, que reía jugaba y cantaba, claro, pero sólo cuando se emborrachaba y se emborrachaba mucho y a diario. Dos horas con ella eran tres días y me aburría pero nunca quise mandarla a la mierda porque creía tener que cuidar de ella.

Soñaba despierta y de noche devoraba frigoríficos, aunque los elegía por su forma y no por su contenido. A veces se topaba con frigoríficos americanos, estilo nevera, de colores y realmente caros y les contaba pequeñas obras de teatro sobre universos y golondrinas, en los entreactos descansaba y callaba, y era ahí donde la podías conocer.

En un entreacto cualquiera de un día en que apenas nos conocíamos tuvo un desliz y dejó mal cerrada la puerta de su frigorífico y joder, el olor era nauseabundo y me aparté al instante pero no fue suficiente y al volver a mirarla a los ojos sólo veía descomposición y plástico, mucho plástico derretido al sol tras largas horas de ese bronceado de pega que deja algunas zonas del cuerpo blancas por culpa del bañador.

Digo que se emborrachaba pero yo me emborracho -y mucho, ya lo creo que si- pero sé que estoy borracho. Ella vivía borracha y cuando no lo estaba argullía cansancio o alguna milonga del corazón. ¿Y qué tiene de malo eso? Preguntan. Pues el fanatismo y el exceso, y ya saben.