Los habaneros de mi amol, Parte I

Autobús destartalado color azul destaca entre las barriadas infestadas de edificios enfermos con pálidos colores vivos que rezuman una felicidad remota. Me monté resignado a abandonar esa tierra. El traqueteo me recordaba a las turbulencias, en cualquier momento caerían sobre nuestras cabezas las mascarillas de oxígeno y los viajeros comenzarían a gritar. Pero íbamos en bus y el peligro era más amigable, así que nadie parecía enfadarse con él.

Discurrimos por carreteras vacías durante dos horas. Mantuve una breve charla de cortesía con el sol. Me contó que había intentado llamar mi atención durante el viaje. Pero yo he estado atento a otras cosas, la tarde ha sido maravillosa con los vivos y verdes árboles pasando ante mis ojos como ráfagas. Ahora que te vas es cuando más bonito estás, no te sonrojes porque es cierto, ese tono naranja cálido que tienes al esconderte es de lo que hablo. Gracias amigo, espero que vuelvas pronto.

Carteles de apoyo a la dictadura plantados estratégicamente cada 50 kilómetros para no olvidar. Olvidar, olvidar, para no olvidar, para saber quiénes somos ahora y en 50 años. Sin quererlo también hablaban del sufrimiento con que se consiguieron erigir esos carteles, de la escala de grises y no del blanco o negro que querían o imponían querer. Todo ello entre humo, nubes y nubes del humo gris del que carecían unos pocos. Todo aquello de lo que hablaban estaba encerrado bajo llave en una acera de medio metro con el pavimento agrietado que sostenía como podía al ciego que con guitarra en mano y mirada impasible hacia el frente mantenía su postura erguida sobre la silla de medio metro. Y digo bajo llave porque su situación era la de un bote salvavidas en medio de un mar desierto, sin viento, ni siquiera a la deriva porque eso implica movimiento.

El sol secaba las lágrimas antes de que se derramasen, el sol encendía los puros y derretía los helados de la Catedral del helado. Mientras tanto subimos a un taxi dirección a gusto del taxista previo precio acordado. Al bajarnos apuntó en dirección a lo que decía era un bar de jazz pero que se asemejaba más a unos viejos almacenes con un garito clandestino en la azotea. Solo de batería, entra la percusión, pum, pum, crash, papaparapapa.

De su nombre no me acuerdo pero dijo que era percusionista y ante mi sorpresa y cara de banco, dar poco crédito, me enseñó su “carné de músico”. Percusionista de profesión, desde los 10 años. Hubiese quedado bien que fuese una mujer, morena y pequeñita pero era un hombre. Le tocaba renovarlo pronto, me dijo que estaba estudiando, tenía que repasar las maracas y se había animado a examinarse para las sonajas y el rascador.

Cada lugar tiene un olor, dicen. Cada olor tiene un lugar.