-ANÍACA

La chica era muy normal. A decir verdad nunca me hubiese fijado en ella si no hubiese pasado eso. A simple vista era común, se levantaba por las mañanas, desayunaba con la radio y se iba a clase. Regresaba, charlaba con sus padres a los que nunca veía porque trabajaban para pagarle a ella los estudios, y luego se encerraba en su habitación, a hacer entre otras cosas eso. Tenía amigos y amigas, salía por las noches, a veces bebía más de la cuenta y eso siempre estaba rondándole en su cabeza, o pululando en el ambiente.

Ella era adicta al sexo. Pero de eso no puedes darte cuenta cuando la ves pasear por las mañanas con el perro, recién levantada y sin apenas peinar. Una vez que supe que era adicta al sexo mis ojos dejaron de verla como una chica normal y comenzaron a verla como una chica de verdad. No me gusta reconocerlo pero es la verdad. Incluso me da asco reconocerlo, pero es la verdad.

Supongo que en el fondo todos y cada uno de nosotros somos especiales y distintos. Quiero decir que nadie es muy normal, pero soy bastante radical y para mí las cosas o son blancas o son negras, y cuando veo que van a ser blancas, para mí ya son blancas y punto. No me apena que esos normales no hayan tenido una oportunidad.

No sé que tiene de bueno ser adicta al sexo, quiero decir, no sé porque dejé de verla como una chica normal cuando supe que era ninfómana. He estado mucho tiempo pensando en ello y aquí sigo pensando. Nuestra relación terminó hace mucho pero nunca sabré definirla con palabras. Una de las cosas que más me gustaba de ella era que siempre estaba excitada, pasaba excitada más tiempo que yo, y eso a mí me excitaba. Nunca tuve que bajarle las bragas.

Aina, Aina, Aina. Mi cama todavía se acuerda de ella. Repito su nombre una y otra vez. Estoy solo en la habitación. Parece que la cama absorba su nombre. Aina. No deja que flote en el aire. Aina, Aina. Quiere más de ella. Los dos queremos más de ella. Pero nuestra relación ha terminado, no debo pensar en ella.

Aina era rubia y morena a la vez. La palabra sería castaño para el resto, pero para mí no era castaña, era rubia y morena. Primero rubia y luego morena. Era delgada, bueno, lo sigue siendo. Tenía un cuerpo precioso, impoluto, inmaculado, como si el sexo la rejuveneciese. Sus pechos eran perfectos. Me gustan mucho los pechos, sus pechos eran los pechos más perfectos que he visto. Indefinibles. Tenía un culito pequeñito. Me gustaba morder su culo pequeñito. Tenía una nalga repleta de magulladuras hechas por mí. Después de coger siempre le daba un par de besos en la nalga, y ella me llamaba tonto.

Por cierto, las cosas no se piensan, se hacen. De esta manera te ahorras el saber si lo que vas a hacer está bien o mal.

Aina vivía en la montaña. Yo vivía en el centro. Pero me gustaba mucho la montaña y siempre que podía iba. Cuando Aina y yo comenzamos a salir dejé de vivir en el centro. Nuestra ciudad tenía algo bueno, la montaña. Todo lo demás no merecía la pena, y Aina lo sabía. Yo solía merodear por la montaña. Al pie de la montaña había un vastísimo parque con un quiosco y una cafetería en el centro, vamos lo típico. Era muy bonito. Yo daba vueltas con la bici hasta que aparecían los primeros paseantes de perros. Entonces me aventuraba a escalar la montaña, en bici. Me daba bastantes palizas, aunque la bajada siempre merecía la pena. Los primeros paseantes de perros aparecían en el momento adecuado para que al descender la montaña viese el anochecer deslizándome suavemente por las empinadas cuestas. Aina mientras tanto se dedicaba a eso. No, no es cierto. Aina decía que se dedicaba a eso, pero mucho tiempo después me enteré de lo que en realidad hacía. Aina no era para nada una chica normal.La chica era muy normal. A decir verdad nunca me hubiese fijado en ella si no hubiese pasado eso. A simple vista era común, se levantaba por las mañanas, desayunaba con la radio y se iba a clase. Regresaba, charlaba con sus padres a los que nunca veía porque trabajaban para pagarle a ella los estudios, y luego se encerraba en su habitación, a hacer entre otras cosas eso. Tenía amigos y amigas, salía por las noches, a veces bebía más de la cuenta y eso siempre estaba rondándole en su cabeza, o pululando en el ambiente.

Ella era adicta al sexo. Pero de eso no puedes darte cuenta cuando la ves pasear por las mañanas con el perro, recién levantada y sin apenas peinar. Una vez que supe que era adicta al sexo mis ojos dejaron de verla como una chica normal y comenzaron a verla como una chica de verdad. No me gusta reconocerlo pero es la verdad. Incluso me da asco reconocerlo, pero es la verdad.

Supongo que en el fondo todos y cada uno de nosotros somos especiales y distintos. Quiero decir que nadie es muy normal, pero soy bastante radical y para mí las cosas o son blancas o son negras, y cuando veo que van a ser blancas, para mí ya son blancas y punto. No me apena que esos normales no hayan tenido una oportunidad.

No sé que tiene de bueno ser adicta al sexo, quiero decir, no sé porque dejé de verla como una chica normal cuando supe que era ninfómana. He estado mucho tiempo pensando en ello y aquí sigo pensando. Nuestra relación terminó hace mucho pero nunca sabré definirla con palabras. Una de las cosas que más me gustaba de ella era que siempre estaba excitada, pasaba excitada más tiempo que yo, y eso a mí me excitaba. Nunca tuve que bajarle las bragas.

Aina, Aina, Aina. Mi cama todavía se acuerda de ella. Repito su nombre una y otra vez. Estoy solo en la habitación. Parece que la cama absorba su nombre. Aina. No deja que flote en el aire. Aina, Aina. Quiere más de ella. Los dos queremos más de ella. Pero nuestra relación ha terminado, no debo pensar en ella.

Aina era rubia y morena a la vez. La palabra sería castaño para el resto, pero para mí no era castaña, era rubia y morena. Primero rubia y luego morena. Era delgada, bueno, lo sigue siendo. Tenía un cuerpo precioso, impoluto, inmaculado, como si el sexo la rejuveneciese. Sus pechos eran perfectos. Me gustan mucho los pechos, sus pechos eran los pechos más perfectos que he visto. Indefinibles. Tenía un culito pequeñito. Me gustaba morder su culo pequeñito. Tenía una nalga repleta de magulladuras hechas por mí. Después de coger siempre le daba un par de besos en la nalga, y ella me llamaba tonto.

Por cierto, las cosas no se piensan, se hacen. De esta manera te ahorras el saber si lo que vas a hacer está bien o mal.

Aina vivía en la montaña. Yo vivía en el centro. Pero me gustaba mucho la montaña y siempre que podía iba. Cuando Aina y yo comenzamos a salir dejé de vivir en el centro. Nuestra ciudad tenía algo bueno, la montaña. Todo lo demás no merecía la pena, y Aina lo sabía. Yo solía merodear por la montaña. Al pie de la montaña había un vastísimo parque con un quiosco y una cafetería en el centro, vamos lo típico. Era muy bonito. Yo daba vueltas con la bici hasta que aparecían los primeros paseantes de perros. Entonces me aventuraba a escalar la montaña, en bici. Me daba bastantes palizas, aunque la bajada siempre merecía la pena. Los primeros paseantes de perros aparecían en el momento adecuado para que al descender la montaña viese el anochecer deslizándome suavemente por las empinadas cuestas. Aina mientras tanto se dedicaba a eso. No, no es cierto. Aina decía que se dedicaba a eso, pero mucho tiempo después me enteré de lo que en realidad hacía. Aina no era para nada una chica normal.