El mundo era más simple, más que todo aquello que imaginábamos.
Un inmenso tablero de ajedrez se extiende a lo largo y ancho del planeta, invisible a los ojos de la gran mayoría de la población, perceptible tan sólo para unos pocos elegidos y otros muchos que poco a poco han sido capaces de tocarlo, sentirlo y palparlo. En aquel tablero estábamos todos dispuestos aleatoriamente y sin ninguna función preestablecida, al menos al comenzar la partida. Los alfiles se encargaban de empujar a los peones, de hacerles pequeñas magulladuras con su penetrante mirada; el resto de los participantes se conformaba con no tambalear, con no tropezar.
Todos los presentes disponían de un tiempo limitado para realizar sus movimientos, juntarse a quien mas le conveniese, discutir con el que más rabia le diese y abrazar al que más se lo mereciese, y pasado ese pequeño período, pues era sumamente corto, todos permanecían inmóviles y su único propósito consitia en esperar, repasar y enmendar los errores cometidos. A nadie le gustaba tener que decidir rápido y sin apenas utilizar la balanza pero esas eran las reglas y todos las acataban. Los más avanzados eran capaces de gastar todas sus cartas y recorrer el tablero en unos pocos minutos, hasta de rectificar antes de que llegase el silencio.
Tras esas interminables esperas vuelve a ser tu turno, un primer momento de adaptación, procesas toda la información recopilada y comienzas a tomar caminos hasta que caes en la cuenta de que aunque tu seas libre para moverte, las figuras a las que ibas a influenciar, por así decirlo, todavía continúan quietas, apagadas, esperando su momento y por tanto no se percatan ni de tu presencia ni de tus intenciones. Es demasiado complicado tratar de unir dos caminos, dos turnos, dos movimientos, dos pensamientos, dos figuras, dos.
Aunque esa dificultad hace que cuando ocurra, la luz se cuele por las rendijas de las persianas de manera distinta. La falta de abundancia, los opuestos, los contrarios.