Querido diario:

La memoria me decía que debía irme a dormir, pero ella y yo sabíamos que no estábamos en condiciones de irnos.
Su mirada reflejaba los años de experiencia, para bien o para mal aquellas patas de gallo, suaves, brillantes, dulces que me buscaban en la oscuridad me enamoraban. Tenía el pelo marrón, un marrón muy oscuro. No muy corto, no muy largo, perfecto. No necesitaba demostrar nada, su cuerpo seguía virgen pese a todas las aventuras y nadie, excepto yo, había conseguido corromperla hasta esos limites. La noche fue eterna. Pese a ello tan solo me quedan pequeños restos que saborear, recuerdo que nariz contra nariz todo se veía muy distinto. Las sabanas se nos enredaban. Yo jugaba a atarle la pierna y presa de mi agresividad maldecía aquel estado de embriaguez por los cuatro costados, me sonreía con una maldad sobrecogedora. Le deshacía el nudo mientras me desnudaba. Recuerdo que me mordió el talón de Aquiles y de la sorpresa me caí al suelo. Ella reía con ganas de aquella imagen, estaba totalmente indefenso postrado en la alfombra con cara de tonto y ella se relamía. El tiempo transcurría lentamente sopesando los instantes, jamás íbamos a vivir algo parecido. Las sabanas le servían de escondite y jugaba, yo trataba de encontrarla, lo conseguía y en el último instante flaqueaba, caía al agujero y repetía. Perdía la partida. Me ayudó a regresar al campo de batalla, pero por poco tiempo. Sus movimientos denotaban experiencia, bailábamos al son de sus gemidos, hasta que rompió mi cadera. Masticábamos el momento. Sus piernas, morenas, me abrazaban con nostalgia.