Campanas para llamar al viento, graciosa costumbre, que les induce a colocar en casas y jardines unas campanillas, que del bajado tienen colgando un papel. Por su gran superficie el papel se mueve con la menor brisa, arrastra el badajo y suena la campana. El estímulo acústico se asocia con el frescor, y durante los calores del verano el menor vientecillo acaricia simultáneamente los oídos y la piel.
Una afamada profesora de caligrafía nos recibe a un pequeño grupo en su modesta y exquisita casa japonesa tradicional con un minúsculo jardín. Era un día canicular y sufriendo el calor asfixiante de la habitación escuchamos con alivio el son de las campanillas, pensando que llegaba una brisa refrescante... hasta que nos percatamos de que la buena señora había encargado a un niño que con una vara de bambú moviese las ramas del árbol, porque así teníamos que notar el fresco. No pude evitar sentirme como los perros de Paulov, que en el laboratorio escuchan un timbre cada vez que se les da carne, y acaban segregando jugo gástrico al sonar el timbre aunque no se les dé comida. Así es, en mayor medida de lo deseable, parte de la educación esteticista en todos los países. También en Japón.