Protocolo

Descubrir la pólvora e inventar los fuegos artificiales. Esconder los explosivos en un cofre bajo llave en la vieja casa de campo de los abuelos. Regalar la única llave a tu esposa y ante sus inquisitivas demandas de conocimiento acallar el murmullo con sexo, desmesuradas y experimentales prácticas.
De mutuo acuerdo pactáis en ese día del mes del primer año de vuestra relación parafrasear la manoseada 'siempre nos quedará París'. Con una pequeña neblina se van cubriendo los fuegos artificiales. La oscuridad y humedad van carcomiendo el cofre, hecho del que tú no tienes ni el más remoto conocimiento. Y al aterrizar en tierras ajenas, como por arte de magia, se invierten los papeles, pierdes la patente, la llave toma conciencia.
En el viaje de vuelta, apesadumbrado y todavía convaleciente le viene a la mente una pesadilla de su funesta infancia. Está en el patio del colegio, debajo del humilde porche con la pintura de color verde descascarillada que años después dejó paso al fastuoso polideportivo con ventanas de ojo de buey y olor a plástico. Es de noche. Un color naranja ilumina su cara. Está aterrado, quieto en medio de la nada, rígido. Se siente sólo. Busca en derredor cualquier cosa a la que aferrarse, pero no encuentra nada útil y eso aviva su miedo. Ahí afuera está lloviendo y de no ser por el porche estaría empapado. Se sentiría unido a esa lluvia y se vería en la obligación de llorar, de hacer lo que le dicen las nubes. Sus nuevas amigas.
Ahora miraba con arrogancia por la ventanilla del avión. Esa escapada había supuesto más de lo que imaginaba su esposa. La llave había perdido su poder hace mucho tiempo. Era tan solo un símbolo con el que malinterpretar a su antojo la relación con su mujer.
Nada más regresar, él mismo y ayudado por un zapato destrozó el cofre, con rabia. Como vengándose de aquel maldito porche.